UNO BUSCA LLENO DE ESPERANZA


Armando Macchia

Además era domingo. Me levanté a esa hora en que la noche se apura para traer urgente la mañana y desde la puerta tanteé el frío. El horizonte se inflamaba al contacto con el sol que asomaba tímidamente. Pero estaba despejado y el tiempo más bien cálido. Abrí las cejas así tanto y suspiré. Con los ojos todavía lagañosos me eché un buen chorro de agua fría en la cabeza y me restregué fuerte con la toalla.

Pero el gallo Lucho no había cantado esa madrugada y se me estaba haciendo tarde para llegar al cantry. Presuroso saqué las horquillas y me abroché las botamangas. Agarré la mochila, metí el sanguche de milanesa, la pepsi, y me asomé a la pieza. La respiración de mi mujer era entrecortada, como a punto de quedarse sin aire. Le alcancé el vaporizador y acaricié su cabeza. Luego abrí la puerta de la otra pieza. Los dos dormían a moco tendido. El más grande había llegado tarde esa noche. Ya sería tiempo de reñirlo. Saben que no me gusta que anden por la villa a las altas horas.

Cerré la puerta suave como acariciando una muchacha, saqué la bici, y de un solo empujón resbalé por las calles terrosas hacia la salida. Subí la cuesta que bordea el arroyo y enfilé derechito hacia la colectora. Se me cruzaban por la cabeza los jadeos de mi mujer, las palabras secas del médico del centro de salud, que si el asma, que era jodido, que es como que se atora la respiración, que, que.

Las luces de los edificios ya se iban encendiendo como arbolitos de navidad y yo dale que dale contra el viento y la tierra, y las ruedas dentadas giraban con un ruido seco, metálico.

Mejor olvidarme del asma, del médico y de los mocosos que andan mal en la escuela y pensar en otras cosas, los amantes incendiándose en sus lechos, los borrachos lanzando por la borda sus resacas, los yates navegando mares azules con champán y bellas mujeres rubias de niuyork, cabecitas adoradas que mienten amor, uno busca lleno de esperanzas, y yo pedaleando la tempestad con mi bici aurora pretendiendo el aire que se me iba aflojando.

Un auto pasó por arriba del puente y escuché una música como de cuarteto. Entonces la cumbia aquella se me vino a la memoria, la de Gilda que sabíamos bailar en los clubes cuando todavía los cachorros no habían nacido y éramos jóvenes y creíamos que el mundo era algo lindo de ser vivido, que vendrían tiempos buenos, con más plata, casa propia, auto, dejar de trabajar

todos los días como un burro. Qué se yo, pavadas que el tiempo nos fue arrebatando a cachetazos limpios, para decirnos que no, que el mundo es solo un paraíso para los ricos. Y que los pobres seremos siempre pobres, porque la pobreza es como el asma, una inflamación que te persigue y no te da respiro.

Y ahora se había levantado una ráfaga de viento frío que se venía trayendo tierra y basura y la bici que se me ladeaba y yo haciendo fuerza para no tumbarme y los rayos de la rueda haciendo mil pedazos los primeros rayos del sol.

Pero ya divisaba la subida a la colectora y veía las luces de los coches que pasaban veloces como chorros de colores por la autopista. Me bastó acelerar de un empujón unos pocos metros para tomar la banquina de la Panamericana. Y ahora sí, vi el reloj de la iglesia que no mentía y me anunciaba que quedaban solo quince o veinte minutos para llegar a destino justo a tiempo de tomar el turno.

En ese momento fue que percibí un ruido extraño desde atrás, y alcancé a sospechar una vislumbre azul que se me venía atropelladamente. Tuve un último instante de claridad, como que si compadre, que este final era mío, que mi desastre era solo mío. Por un momento tuve también los ojos entreabiertos y pasaron fugazmente por mi mente el asma de mi mujer, el cariño de los pibes, los amigos del club, el café amargo y la vida, que después de todo, mal o bien merecía ser vivida.

Apreté fuerte los párpados y entendí que toda la humanidad se me venía encima y me lanzaba alto y luego me dejaba caer astillándome la cabeza con un estruendo de cristales rotos, de chapas azules.

Me desperté en el hospital, todo enyesado, una pierna colgando como res en el frigorífico. Mi mujer me miraba desde la silla de la habitación con cara de asma.

- Ya te vas a poner bien, mijito