Era mejor cuando no teníamos sommier. Entonces hacíamos el amor a
quemarropa, con sonidos acompasados de maderas crujientes, de encastres de juguetes, amor de
secretos cómplices, de sueños espejados. Nuestros cuerpos fundidos riendo hasta el dolor,
entendiéndonos en una sola mirada, devorando un rococó de migas. Nuestra felicidad era
simple y transparente, como una música que venía del mas allá, un atisbo de luna que a veces
penetraba perezosa por la ventana. Entregarse gustoso al letargo físico, a las costuras de
tu atavío, a la travesura de tu piel, con ese tu modo de apoyar el mentón en una mano, para
no dejarme en la contemplación más que el negro cobijo de tu pelo, teniendo tu respiración
tan cerca.
En esa misma cama naranja, mordiscos, gotitas de lluvia en tus cejas, gemidos, risas, acopio
de flores en un campo silvestre. Me llamabas por mi nombre, dejando correr lentamente las
sílabas por la comisura de tus labios jugosos, acariciando cada letra, empapando las vocales
con tu espuma, marcando rotundamente las consonantes con tu lengua. Nuestro mundo mas
preciso fue esa cama, donde imaginamos las eternas rutas de inagotables viajes.
Ahora te adivino apenas distante, desnuda del otro lado de esta enorme cama, mientras la
música se va apagando, los sueños se dispersan y esa línea de puntos en el medio, como el
trazo que deja la goma después de haber borrado el lápiz. Como una frontera que se
interpone, descubriéndonos desde planos que nos separan en fragmentos rotos, en perturbados
pliegues de sábanas desordenadas, mientras desde tan allá, tan lejos, susurra tu pena una
postrera trinchera desmantelada.
¿Qué hace el amor ahí si no perderse?