SILICONAS EN EL ALMA


Armando Macchia

In memoriam a Julio Cortázar

No había sido una buena noche para Evaristo Gómez. A la salida de la oficina se juntó con sus compañeros para un asadito, consecuencia de una apuesta futbolera. Comió y bebió demasiado. Luego vino la interminable partida de truco. Llegó a su casa rayando las dos de la mañana, se acostó tratando de hacer el menor ruido posible para no despertar a su esposa. El sueño fue intranquilo, desasosegado.

Cuando a las siete el despertador le dio el aviso, él ya hacía una media hora que estaba despierto. Vagas sensaciones de un sueño, atropelladas imágenes veladas del pasado, fotos desteñidas de otros tiempos enquistadas en el subconsciente. Trató de apretar fuerte los párpados, pero fue inútil. El sueño lo había abandonado definitivamente a la orilla del camino.

El sol ya estaba alto y cedía paso al dolor de cabeza por la resaca y al estómago revuelto por la excesiva ingesta. Afuera lo aguarda una nueva mañana.

Esperó el cuarenta y cinco como todos los días, a la misma hora y en la misma esquina. Venía más repleto que de costumbre. Marcó la tarjeta y comenzó a buscar su lugar en el atestado pasillo. Sabía que el viaje demoraba aproximadamente cuarenta y cinco minutos. Y ése era el tiempo que disponía para atravesar la diversa humanidad transportada y llegar hasta la puerta trasera por donde debía descender.

Entonces Evaristo usó su habilidad y experiencia para ir ganando milímetro a milímetro los pequeños espacios vacíos cuando descendía algún pasajero. De vez en cuando miraba a sus ocasionales compañeros de viaje, tal vez procurando avistar alguna bella mujer, algún tipo raro. Tampoco era de esos babosos degenerados, que busca cualquier pretexto para un roce disimulado con desprejuiciadas jovencitas de generosas anatomías y anteojos ahumados, como las que espía a escondidas en el facebook, donde ellas cuelgan sus fotos hot en provocadoras poses. Trataba siempre de eludir los aromas desagradables y acomodar su olfato a espacios gratificantes. Percibía en cada rostro, en cada gesto, misterios impenetrables, cada uno con su vida a cuestas, haciéndose cargo. La pura vida, ni más ni menos.

Había avanzado apenas cuando la vio en el último asiento, detrás de la puerta trasera. La altura de Evaristo era un poco por encima del promedio y su vista aguda le permitió reconocerla. Entonces el sueño de esa noche se le vino encima, ese sueño recurrente con Marcela desde tan lejos. Allí sentada, la misma Marcela de entonces. El pelo azotándole los hombros, los ojos perdidos hacia la nada, los mismos ojos verdes que lo miraron por primera vez en aquella juventud que ya no era, que lo había echado del paraíso y tirado al naufragio de la vida. La atracción había sido mutua, consumiéndose en el mismo misterio de los amores tempranos, los que erizan la piel y arden en fuegos sin saber ni como ni cuando.

Marcela, su primer amor. Su primer amor verdadero, porque a los veinte ya se han librado algunas precipitadas batallas en la guerra del sexo. Fueron tiempos de teléfonos que ardían, sueños de revolución corriendo tras utopías imposibles, el acné a flor de piel. Él arremetía y ella se escurría. Por mas padrenuestros y avemarías que se recen, lo de la castidad para llegar al altar fue como un latigazo a su sexualidad veinteañera. No podía comprender que ella no comprendiera, que amándose tanto, él debiera buscar aventuras clandestinas, o resignarse al onanismo. Era más o menos como si anoche en lugar de jugar al truco con sus amigos, se hubiera apartado solo en una mesita a jugar al solitario.

Con el tiempo, de Marcela no iban quedando más que fotogramas desconectados, una imagen desteñida de Marcela cuando algo en Ana lo regresaba a Marcela. A veces la presentía vagamente cuando salía de un sueño, como anoche. Y lo sacudía con un placer gozoso, quemante. Porque de tanto en tanto los viejos amores echan siliconas en las cerraduras del alma. Porque fueron los tiempos de Ana, ampararse en la oscuridad después de los bailes y el cine, besarla en la boca entre reproches y risitas, lamer sus pechos, acariciar suavemente su piel con un caliente tacto, la blanda excitación de los cuerpos fundidos en un calor de cobijo y encuentro.

Luego el casamiento, los hijos, el juego de encontrase día a día tratando de descubrir secretos nuevos. Pero mas tarde, mucho mas tarde, los dolores de cabeza, el trabajo, la lectura del diario en el baño, la puta rutina que te congela el júbilo y mata el amor de muerte lenta.

Ahora él tratando de llegar a Marcela. Comprendió que era la última oportunidad en su vida, tal vez la única. Se decidió de inmediato. La abordaría al bajar del colectivo. Comenzó a ejercer presión sobre la abigarrada masa humana para arrimarse rápido a la puerta trasera, el corazón palpitando violento bajo el pecho. Bajó tras ella, indeciso, vacilante. Pero no había retorno ni lugar para el renuncio. Cruzarla y tocar suavemente su brazo. Decirle quién era, preguntarle si lo recordaba. Cómo no voy a recordarte, si no estás tan cambiado. Vos tampoco, estás igual, diría que la madurez ha resaltado tu belleza. Aparte de mentiroso sos medio ciego, dijo ella sin ruborizarse.

Él la invitó a tomar un café, ella dijo que tenía tiempo. La charla distendida, las confidencias, Marcela confesando su fracaso matrimonial, él su rutina, su cansancio de soportar la vida. Ella se rió mucho cuando Evaristo le recordó aquello de la castidad. De la castidad a la trasgresión hay pasos cortos, comentó Marcela entre risas y humos de cigarrillo. Le aceptó otro café. Difícil recordar el momento en que Evaristo apoyó su mano sobre la mano de Marcela, que ella dejó quedar con manifiesta complicidad.

Luego todo transcurrió casi naturalmente. El hotel, la noche llenando los cuerpos de sabanas, caricias y desnudeces. El amor dulce y violento, el deseo, la pasión antes negada y ahora descubierta.

Viejos fugitivos, nuevos amantes.