SEÑORITA EMILCE


Armando Macchia

Todavía no se han levantado las barreras que le digan al genio: “De aquí no pasarás”.

- L. V. Beethoven -

¿Qué comenzó primero, la música o la pena?


Aunque no poseo una libreta de calificaciones, una constancia del pago de las horas de clase, algún pentagrama manuscrito de su puño y letra, una foto, un diario personal, aunque ninguna de esas propiedades me pertenezca, puedo asegurar que la señorita Emilce Gutiérrez del Barrio existió y fue mi profesora de piano durante algunos años de mi niñez.

Ningún vecino daría testimonio de la existencia de ella ni de su hermana, María Natividad, solterona también. No hay constancia fehaciente del lugar donde se ubicaba la casa habitada por las dos hermanas. Ni un solo carnicero del barrio podría asegurar que la señorita compró alguna vez un kilo de bofe para el perro caniche, que ambas hermanas cuidaban como si fuera un hijo. Tampoco habría pastelero en treinta cuadras a la redonda animándose a sostener que ella adquirió una media luna para acompañar el té, ceremonia que se repetía todos los días con la hermana a las cinco en punto, en la mesita del living prolijamente alhajada con mantel de lino bordado a mano, servilletas con puntillas, porcelana inglesa y vajilla de plata lapa.

Todo eso podrá aseverarse con seguridad. Pero su existencia en mi vida es ostensiblemente innegable y de ello tengo pruebas irrefutables.

Nadie que hubiera conocido a la señorita Emilce podría olvidar aquella cara blanca y opaca como una momia, su voluminosa cabellera gris empavonada de bucles, que le daba un aspecto de arenque salado. Tampoco la figura muy delgada, ataviada con un trajecito gris cuya pollera tableada le cubría hasta debajo de las rodillas, medias de muselina, camisa blanca de seda drapeada en la parte superior, y corbata moñito.

Emilce se casó con la música y vivió solo en ella, en esa intimidad llena de pianos y almidones, tirándose por la cabeza los teclados del cielo.

Ha quedado grabado a fuego en mi memoria el primer día que me introduje, o mejor dicho, me introdujeron en la penumbrosa salita salpicada de vírgenes y cuadritos antiguos, donde la profesora dictaba clases de piano, arrastrado de las orejas por mi madre, quien afirmaba insistentemente que toda familia que se precie de culta no podía privar a sus hijos del placer de asistir a clases de piano, teoría y solfeo.

Mis ojos aterrados miraron por primera vez aquel inmenso teclado como si fuera las fauces de un tiburón dispuesto a atacarme apenas me descuidara.

Inmediatamente que la señorita Emilce observó cómo mis manos acechantes aporreaban las teclas cual un zopenco, se dio cuenta que el único obstáculo que existiría en adelante entre el genio de Chopin y yo..., sería yo.

Excepto por algunas tertulias de té con las que de vez en cuando me honraban las hermanas Gutiérrez del Barrio, para mí las clases de piano, teoría y solfeo eran un verdadero tormento.

El pentagrama me parecía más bien el dibujo de un estúpido ábaco. Nunca tuve ni la más remota idea de la diferencia que había entre una redonda, una blanca o una negra, que en lugar de notas musicales, me sonaban más a la clase de mujeres que un hombre podía encontrar en un burdel, según contaban mis primos mayores. Y la corchea, semicorchea, fusa y semifusa me parecían unas especies de virus que podían contagiar a toda la humanidad.

Pasé largas horas de mi vida repitiendo como un loro el dorremifasolasi. Tocaba y tocaba hasta que me dolían mis pequeños dedos de niño, pero no conseguía sacar tan siquiera un solo afinado sonido. Evidentemente no era yo esa clase de gente que nace con la virtud del llamado “oído absoluto”.

La señorita Emilce, consciente de la situación, trató de convencer a mi madre de las enormes dificultades y nulas alegrías que proporcionaba el estudio de la música. Y le explicaba la conveniencia de evitar que cualquier tipo de arte caiga en manos de gente poco inspirada. Pero mi madre no era persona de fácil disuasión.

Como suele ocurrir con los espectros, cuando nos mudamos de casa por primera vez al cumplir yo los once años, la señorita Emilce Gutiérrez del Barrio se pierde en mi memoria hasta hacerse imperceptible, no sé si por fallecimiento, ausencia, o cambio de hábitos