ENCUENTRO EN AGUASCALIENTES
Nunca pinto sueños o pesadillas.
Con pintar mi realidad cotidiana me basta.
- Frida Kahlo
Vincent van Gogh se cortó una oreja y se la envió a Magdalena Frida Kahlo.
La rebelde Frida estaba triste cuando recibió el paquete con la oreja, en esa tarde de abril
en que el cielo estaba tan despejado como para divisar a tiro de ojo los montes azules que
rodean el valle de Anahuac.
Por poco se la lleva la Pelona en aquel septiembre del año en que cumplió dieciocho, cuando
viajaba junto a su novio desde la ciudad de México hacia Coyoacán, en uno de los atestados
camiones de transporte público, cuando en una intersección de calles un pesado tranvía
arremetió contra el vehículo, arrastrándolo hacia una pared y reventándolo en mil pedazos.
Un pasamano del tranvía atravesó a la joven Frida de un lado al otro a la altura de la
pelvis saliendo por su vagina. Así, completamente desnuda, su cuerpo ensangrentado y
extrañamente cubierto de oro en polvo que tal vez algún pintor distraído transportaba
descuidadamente, en ese acto surrealista perdió su virginidad, su alegría y su juventud.
Desde entonces, burlada, ultrajada, desintegrada, su vida se transformó en un manantial de
horrores físicos, de lápices tajados, de huesos atornillados por hierros retorcidos.
Entre la luz asombrada, mas allá de la pisada de los vivos, con el corazón de poblados
visitantes, el rostro de cejas de leopardo, la espalda como una rama encendida, todo su
cuerpo, toda su vida, comenzó a prepararse para la muerte.
En el barrio de Coyoacán, barrio de callecitas empedradas y faroles en las esquinas, donde
alguna vez en la noche de Todos los Santos, Hernán Cortés ahogó en una tina a su compañera
Doña Catalina, en ese mismo lugar, sobre uno de los cristales de la ventana de su cuarto,
Frida echaba un poco de vaho y con un dedo dibujaba una puerta, por la cual salía imaginada
con su gran urgencia y atravesaba el llano que se divisaba a lo lejos, hasta perderse en el
interior de la tierra.
Cuando Frida recibió la oreja se olvidó de Diego Rivera (su segundo accidente), de León
Trotsky, de su amante parisina Jaqueline Lambas, de la fotógrafa mejicana Tina Modotti y de
todos sus numerosos amoríos.
Se cortó el dedo chico del pie y a cambio, se lo envió a Vincent. Este entonces se cortó un
párpado y se lo remitió a Frida. Ella se cortó una mano y se la giró al pintor. Y en ese
intercambio prolongado de sus trozos anatómicos, de besos de sangre, de amores trastornados,
ambos se fueron despojando de sus cuerpos.
Sus esqueletos se juntaron en Aguascalientes una tarde de verano en la que la ternura
suspiraba de placer. Caminaron con pasos musicales tomados de la mano por las calles
empedradas, interrumpiendo las horizontales sombras de los postes de luz, espantando las
asambleas de insectos y el incansable aleteo de las mariposas. Un perro vagabundo los siguió
y los gatos solteros los observaron inquietos desde los tejados.
Entraron en La Taberna del Coyote, se ubicaron frente a una ventana y ante el espanto del
mesero, ordenaron dos vasos de tequila.
Luego de cada trago que empinaban, el mesero trapeaba el brebaje del piso bajo sus
osamentas.