La ciudad había entrado perezosa en la sofocante tarde de enero,
que se recostaba brutal sobre las casas, la gente y los animales. Como todas las tardes de
verano, a eso de la oración, las dos hermanas sacaron las sillas a la vereda y se sentaron a
tomar fresco. Pocos minutos antes se escuchó el campanario de la catedral tañer ocho veces.
La hermana mayor hacía apenas cuarenta y cinco días había parido un varoncito. La menor,
embarazada de ocho meses, reposaba junto a ella. Repentinamente, el cielo se tiñó con nubes
de extrañas formaciones y una preñada capa de negrura. Todos los perros de los alrededores
comenzaron a ladrar y a correr atolondradamente al unísono, como si hubieran acordado un
pacto. Y los gatos plañideros se cobijaban debajo de los muebles.
Fue el momento en que las hermanas escucharon el llanto del recién nacido dentro de la casa
y se precipitaron hacia el interior. Trasponían la prolongada galería que unía todas las
habitaciones, cuando la tierra comenzó a rugir furiosamente y a sacudirse como caballo
encabritado. Las paredes de adobe se fueron desplomando detrás de ellas en un efecto dominó.
La hermana menor, rezagada por el estado, fue alcanzada de refilón por uno de los muros. La
otra, que corría adelante, alcanzó a llegar al último cuarto donde lloraba el hijo. Esa fue
la única habitación que quedó en pie. Alzó al niño ─más tarde bautizado como Juan Salvador
─y se ocupó de auxiliar a la hermana, que yacía tirada en el suelo con restos de escombros
sobre las piernas. A su espalda, todo el caserón de adobes se había desmoronado como un
castillo de arena estragado por el mar.
Cuando los esposos llegaron desesperados desde los trabajos a la vivienda y contemplaron con
espanto el derrumbe, pensaron lo peor. A los saltos corrieron entre los deshechos hasta
llegar al último aposento que había resistido estoicamente la catástrofe, y vieron, con
exaltado alivio, a las dos mujeres vivas. La madre con el bebé en brazos, la hermana
yaciente con una pierna fracturada.
El sismo en tan sólo treinta segundos, había derrumbado miles de viviendas. Provocado
muertos y heridos en un número incalculable, dejando a la ciudad sepultada bajo un informe
cúmulo de deshechos. No sólo por la violencia sino también por la deplorable calidad de la
edificación, la mayor parte de adobe pesado. Los gritos, llantos y el espanto ganaron las
calles en una infernal esquizofrenia.
Pocas cosas pudieron rescatarse de aquella casona abatida, que en los días posteriores fue
saqueada, como tantas otras abandonadas en las mismas condiciones.
Al amanecer del día siguiente, los que quedaron vivos comenzaron a deambular como podían
sobre el trágico escenario de una ciudad convertida en ruinas y miles de almas que nunca más
verían la luz. A pocas cuadras del epicentro, el cementerio de la villa también delataba el
desastre. Centenares de féretros habían sido expulsados de los nichos por el movimiento
sísmico, y los cuerpos difuntos amenazaban con una epidemia de gran espectro que podía
producir más muertes aún. En las afueras se cavaron profundas zanjas para enterrar y cremar
los numerosos cuerpos sin identificar.
Las agujas del reloj de la catedral clavadas en el momento del terremoto, la estatua de
algún prócer ilustre sin cabeza en la plaza principal, autos aplastados bajo paredes, techos
y vigas, postes derrumbados como soldados abatidos, cables cruzados en intrincados
arabescos, parrales con los racimos granados, novias en las iglesias como vestales dando su
vida frente al altar, radionovelas interrumpidas, cenas enfriadas, amantes impedidos. Todas
imágenes aciagas, testigos mudas del cataclismo.
Y como epílogo de la tragedia, la campana de la catedral desprendida de la viga, rota,
abatida, acunada entre cataratas de escombros duros, seguía tañendo agónica cada media hora
en señal de luto.