No hay nada tan desesperante como la calma.
- Oscar Wilde -
Es mediodía y está solo, masticando la tristeza, despatarrado en una silla vieja bajo la
galería de la estación de servicio donde trabaja catorce horas al día. Viste un mameluco
mugriento, un trapo que cuelga de uno de sus bolsillos, y en el otro, disimulada, la petaca
de ron que empina con frecuencia hacia sus labios. Labios callosos de trompeta, de fiscorno,
de haber besado con pasión y también con desgana.
Un cigarrillo se quema en el vaho de su áspero aliento. A lo lejos, sobre el horizonte
brumoso, se dibujan las siluetas de las casas del pueblo.
La gris carretera destella brillos acerados, a la espera de los automóviles que de tanto en
tanto la transitan hacia destinos ignotos.
En la desierta y silenciosa gasolinera solo se escucha su respiración, el desacompasado
crujido del viento que arrastra algunas ramas muertas, y los ronquidos de su compañero que
duerme en la oficina.
La nostalgia le abre en el pecho una honda brecha. Entrecierra los ojos y revive como un
lejano pasado aquel mundo perdido, un mundo de hoteles de lujo, whisky y bellas amantes. Un
mundo de éxtasis drogas y alcohol. Y ronronea en sus oídos la música que lo lanzara a la
fama, aquella que acariciaba a la audiencia de los salones de baile con su blando sonido, su
trompeta romántica y su voz de baladas suaves susurradas casi al oído.
Ya se le ha desdibujado su rostro de niño tan atrayente por sus ojos azules y su cabello que
alguna vez fuera rubio, bello, acariciado por tibias manos de ardientes mujeres. La mirada
perdida, mezcla de rabia y ternura, de miedo y de risa.
Entona y tararea los últimos aires de su sonrisa rota que se escurre como baba lenta,
resignada otra vez a dejarse ganar por esa soledad dolorosa, el ángel apagado de su perdida
trompeta.
En la sinuosa carretera se divisa un punto negro, que pronto se convierte en un moderno y
lujoso buick descapotado. El automóvil aminora la marcha y entra en la estación de servicio,
para detenerse frente a las bombas de gasolina. Mientras le cargan combustible desciende una
pareja elegante que entra en la oficina, tal vez en busca de información o un teléfono.
Se acerca al automóvil con el trapo en la mano y comienza a limpiar el parabrisas, cuando
advierte que una hermosa adolescente se encuentra sentada en el asiento trasero. Pasa el
trapo con deliberada lentitud y como al descuido mira a la joven, apenas cubierta con una
escotada blusa roja. Ella acusa la mirada y le sonríe. Él la corresponde exponiendo sus
pocos dientes de marrón tabaco. Entonces recuerda que le faltan varias piezas perdidas por
la golpiza que recibió de unos traficantes, cuando intentó abandonar la droga. Continúa
mirándola con desconcierto y no sin cierto deseo, mientras pasa despaciosamente el trapo por
el vidrio polvoriento. Imprevistamente la joven se levanta la blusa y le muestra sus blancos
senos.
La pareja regresa al buick que se aleja, al principio ronroneando con un sonido lento y
luego con un ritmo acompasado, como el de su olvidada trompeta. Por la luneta trasera la
joven se voltea y lo saluda con la mano.
Derrotado la ve alejarse con ojos llorosos y suplicantes. Se los seca con la manga y
comprende que ese gesto tiene mucho que ver con la tristeza.
La tristeza siempre llega después de la belleza, piensa. Es rápida y fugaz, como la vida.
Después de todo, la vida es una parodia tejida de risas y de llantos. Tan solo somos el
tiempo que nos queda.