EL RUISEÑOR NEGRO


Armando Macchia

En una tarde quieta y apacible, sin una brisa, con un sol amable entre los árboles, don Ambrosio, aldeano solitario, toma mate en el patio desierto. Con las arrugas de la vida y la pobreza cayéndole encima, ya poco le queda para seguir prolongando la osamenta en esta tierra.

El pueblo ha quedado hace tiempo deshabitado por el frío y la falta de agua. Las plantas, que con sus flores alegraban el lugar, se retrajeron de tal forma que desaparecieron bajo la tierra cuando esta aún conservaba algo de calor.

Pronto el silencio se asentó en el valle ocupando el espacio donde antes había bullicio, trinos de pájaros y alguna quena o charango acompañando las voces de los jóvenes que iban por agua al río.

El caserío quedó enclavado en un paisaje color greda, sin tonos que alegraran la desnudez de las montañas, que ahora lloran solo arena. Y como se convirtiera en un lugar muy triste, los habitantes comenzaron a abandonar la tierra que los vio nacer.

Eso mismo ocurrió también con sus hijos, que marcharon para nunca volver. Su mujer murió hace dos años, tal vez de angustia o nostalgia. Hasta el perro labrador desapareció un día arrastrado por el hambre.

El corazón estrujado de Ambrosio sobrevive marchito como una rosa oscura en los pantanos. La jaula con un ruiseñor negro cuelga solitaria de la rama de un algarrobo tolerante a las inclemencias del tiempo y la tierra seca, en ese lugar desértico y ahora poco amigable, al pie de la montaña.

Cada vez que mira a lo lejos y observa las sierras azules, Ambrosio siente una punzada en el estómago, como una nostalgia de un tiempo que no consigue recordar. En otras épocas mejores, una gran pajarera encerraba numerosas aves silvestres: calandrias, cardenales, ruiseñores, tordos, gorriones, cotorras, que con sus silbidos y borboteos invadían el silencio de toda la casa. Habían sido cazados con trampas por los hijos de la familia para disgusto de Ambrosio, que los deseaba libres, como habían nacido.

Ahora solo el ruiseñor negro, rara avis, le hace compañía con trinos de día y de noche, en señal de amistad que él apenas puede percibir.

Para que quiere un viejo leñador que ha quedado sordo, los afinados trinos de un pájaro cantor, que él descifra, pero no pude escuchar. En un último gesto de coraje abre la jaula y deja escapar el ave.

Ahora no es una jaula vacía. Es un pájaro libre.