EL PATIECITO DE LOPEZ


Armando Macchia

La luz del día lo sorprende con los ojos abiertos. Se levanta decidido. Hoy no será lo que Dios quiera, será un día distinto. Entra en la ducha sin la premura cotidiana, deja caer largamente el agua acariciándole el cuerpo, se afeita con cuidada parsimonia la barba, las axilas y toda la vellosidad que considera procaz. Se calza la mejor camisa y busca en el ropero el único traje que posee, algo arrugado por el desuso. Se anuda dificultosamente una corbata cualquiera y por último se impregna con abundantes dosis de colonia Atkinson. Está listo. Una última mirada en el espejo: Impecable. Llega al café que frecuenta. Carranza, el mozo, lo interroga:

— ¿Lo de siempre López?

—No, hoy es un día distinto, traeme un capuchino, tres bolas de fraile y jugo de naranja.

Ojea rápidamente el diario, para centrarse en lo que más le interesa. El horóscopo, “sagitario”. Busca allí una respuesta al sentido de su desafortunada vida, encontrar tal vez certezas que le ayuden a encarar el futuro confiado en que podrá cambiar su suerte. Tal vez los astros le auguren momentos más venturosos. Descarta casi todo lo demás y se detiene en los avisos fúnebres. Siempre le llamó la atención las fotos de los difuntos, las que sospecha tomadas mucho antes del deceso. Y se pregunta qué foto elegirán de él cuando la muerte le toque la puerta. Lo más probable es que ni siquiera publiquen el aviso. A continuación pasa a “Servicios sociales”. Y no es que López busque algo promiscuo. No hay en él ningún signo sospechoso de concupiscencia o lascivia. Simplemente quiere cerciorarse de que la compasiva señorita Doly siga en precio, comparada con las tías más jóvenes que prometen buena compañía, masajes y relax. Porque a lo único que él puede aspirar con su jubilación mínima vital (¿puede ser vital una jubilación mínima?) es a los doscientos pesos de la sexagenaria Doly, al igual que él, una verdadera ruina, pero que es toda paciencia y comprensión. Si no fuera por los carteristas en el subte y los favores de ella, su vida sexual se reduciría a cero.

López vive en un ruinoso edificio de departamentos. Es interno, p.b., 1 dorm., coc.-com., baño, patio pequeño. Ese hecho no lo fastidia, ya que vive solo rayando los ochenta y el alzheimer. El patiecito debería ser un motivo de orgullo, es el único que tiene acceso a él. Debería serlo si no fuera por la manga de cabrones que viven

apilados en los pisos superiores, y que han adoptado la mala costumbre de arrojar cuanto material desechable les incomoda.

A veces en medio de la noche, el golpe seco de un objeto volador se estrella en el patio y López se despierta sobresaltado. Un ataque de furia lo arrebata y mira hacia arriba buscando a los autores. En ocasiones los descubre, se calza las pantuflas, el pantalón piyama y la musculosa, y sube a increparlos. Generalmente recibe la negación o la puteada. Entonces vuelve derrotado a su morada.

Todas las mañana, después de pasar por el baño, lo primero que hace López es observar el estado miserable del patio. El catálogo de los objetos acumulados lo deprime: envases descartables, puchos, papeles de golosinas, tapitas, corchos, celofanes, también a veces ropa interior. Pero sobre todo una gran cantidad de preservativos, algo que no deja de inquietarlo. Pareciera que el edificio fuese un prostíbulo. Cuando remueve toda la basura para cargarla en la bolsa de residuos, es raro que no aparezca alguno. Y en las mañanas de los domingos son tantos, que el patiecito luce como invadido por una plaga de babosas. Entonces se intriga pensando en que azarosas circunstancias han sido lanzados al vacío.

Varias veces ha tratado de mudarse, pero su jubilación mínima vital y móvil no se lo permite (¿puede ser vital una jubilación mínima?) De vez en cuando tiene que pasarle algún dinero a su ex esposa, aunque hace años que no conviven, pero que le sigue rompiendo tremendamente la existencia. Ella vive en el quinto piso del mismo edificio, y a cualquiera hora lo molesta con estupideces domésticas: que una canilla le gotea, que se quemó una lamparita, que se rompió una cañería, que el televisor no funciona. Él generalmente se sulfura, se le sube la mostaza a la cabeza y le grita: ¡que llame al portero, que él no es un service a domicilio, que se vaya al diablo! Y ni que hablar de cuando la mujer se queda atascada en el estrecho y vetusto ascensor cuya capacidad no tolera su imponente masa corporal, y a grito pelado clama por auxilio. De modo que López debe acudir a socorrerla, empujándola y sudando la gota gorda para lograr que se acomode al pequeño espacio y pueda cerrar la puerta. Todo eso le trae complicaciones a la apacible vida de jubilado que pretende.

De los vecinos no conoce a casi nadie. Solo tiene cierta relación con el portero, que suele contarle los chismes del inquilinato, o le tira alguna cábala para jugar a la quiniela. A veces acierta algún premio menor, pero insiste, quién sabe si alguna vez la pegue y se libere de sus cuantiosas deudas, de su ex, y de todos los podridos vecinos del edificio.

A menudo amanece como un pez, sin aire para respirar. Él solo pretende que lo dejen vivir en paz.

López tiene además otra lista de soledades. Por ejemplo su hija única, Elenita, no lo visita. No tiene explicación para ese comportamiento. ¿Simple desapego, indolencia, aborrecimiento? La situación lo entristece y frecuentemente lo hace llorar.

Es sábado a la noche. Se ha quedado hasta tarde mirando televisión, en espera del sueño que no aterriza. Tiene la maniática obsesión de que su televisor atrasa dos o tres minutos, de modo que él ve lo que pasa en la pantalla un breve tiempo después que los demás. Finalmente decide acostarse, como siempre, con su osito peluche Ted por compañía. En el desvelo revisa su malograda vida. Sabe que su peor defecto es la ansiedad, la urgencia de resolver cosas que generalmente terminan en desastre. Se reprocha la timidez y abulia, pero también los arrebatos y torpezas. A veces reacciona como un niño. Elige las noches oscuras para columpiarse en las plazas donde algunos amantes se besan, juega a las bolitas en su departamento, colecciona soldaditos de plomo y autitos de juguete, tiene montada una pista de skalextric en el dormitorio, y usa una gomera para tirarle proyectiles a los pajaritos.

Concretamente, a lo largo de los años, su vida se ha convertido en una herida absurda, algo fuera de foco, un intrincado laberinto al que no le encuentra la salida. Hay seres desafortunados, cuya único destino en la vida es perfeccionar el desastre.

Promediando la mañana, López se dirige a un parque. Es un hermoso día de sol para sentarse junto al lago y contemplar los cisnes, los jardines, las flores. Gasta tiempo hasta la hora del almuerzo. Luego de disfrutar de una apetitosa comida, vitrinea por los negocios contemplando objetos que están lejos de su alcance. Entra a un cine. Necesita llenar la tarde.

Con las primeras horas de la noche, llega a su departamento y se prepara para la ceremonia que ha estado urdiendo desde hace tiempo. Abre el patiecito, junta toda la basura caída desde el cielo, le agrega cartones y diarios juntados a propósito, desparrama chorros de kerosén y le prende fuego con indisimulado regocijo.

Entonces López se aleja parsimoniosamente por la calle, con su osito Ted apretado en una mano, ignorando las llamaradas que a su espalda calcinan el edificio, mientras acaricia repetidamente los doscientos pesos en su bolsillo, esos que le abrirán las puertas a los plácidos laberintos de la desvencijada señorita Doly.