La luz del día lo sorprende con los ojos abiertos. Se levanta
decidido. Hoy no será lo que Dios quiera, será un día distinto. Entra en la ducha sin la
premura cotidiana, deja caer largamente el agua acariciándole el cuerpo, se afeita con
cuidada parsimonia la barba, las axilas y toda la vellosidad que considera procaz. Se calza
la mejor camisa y busca en el ropero el único traje que posee, algo arrugado por el desuso.
Se anuda dificultosamente una corbata cualquiera y por último se impregna con abundantes
dosis de colonia Atkinson. Está listo. Una última mirada en el espejo: Impecable. Llega al
café que frecuenta. Carranza, el mozo, lo interroga:
— ¿Lo de siempre López?
—No, hoy es un día distinto, traeme un capuchino, tres bolas de fraile y jugo de naranja.
Ojea rápidamente el diario, para centrarse en lo que más le interesa. El horóscopo,
“sagitario”. Busca allí una respuesta al sentido de su desafortunada vida, encontrar tal vez
certezas que le ayuden a encarar el futuro confiado en que podrá cambiar su suerte. Tal vez
los astros le auguren momentos más venturosos. Descarta casi todo lo demás y se detiene en
los avisos fúnebres. Siempre le llamó la atención las fotos de los difuntos, las que
sospecha tomadas mucho antes del deceso. Y se pregunta qué foto elegirán de él cuando la
muerte le toque la puerta. Lo más probable es que ni siquiera publiquen el aviso. A
continuación pasa a “Servicios sociales”. Y no es que López busque algo promiscuo. No hay en
él ningún signo sospechoso de concupiscencia o lascivia. Simplemente quiere cerciorarse de
que la compasiva señorita Doly siga en precio, comparada con las tías más jóvenes que
prometen buena compañía, masajes y relax. Porque a lo único que él puede aspirar con su
jubilación mínima vital (¿puede ser vital una jubilación mínima?) es a los doscientos pesos
de la sexagenaria Doly, al igual que él, una verdadera ruina, pero que es toda paciencia y
comprensión. Si no fuera por los carteristas en el subte y los favores de ella, su vida
sexual se reduciría a cero.
López vive en un ruinoso edificio de departamentos. Es interno, p.b., 1 dorm., coc.-com.,
baño, patio pequeño. Ese hecho no lo fastidia, ya que vive solo rayando los ochenta y el
alzheimer. El patiecito debería ser un motivo de orgullo, es el único que tiene acceso a él.
Debería serlo si no fuera por la manga de cabrones que viven
apilados en los pisos superiores, y que han adoptado la mala costumbre de arrojar cuanto
material desechable les incomoda.
A veces en medio de la noche, el golpe seco de un objeto volador se estrella en el patio y
López se despierta sobresaltado. Un ataque de furia lo arrebata y mira hacia arriba buscando
a los autores. En ocasiones los descubre, se calza las pantuflas, el pantalón piyama y la
musculosa, y sube a increparlos. Generalmente recibe la negación o la puteada. Entonces
vuelve derrotado a su morada.
Todas las mañana, después de pasar por el baño, lo primero que hace López es observar el
estado miserable del patio. El catálogo de los objetos acumulados lo deprime: envases
descartables, puchos, papeles de golosinas, tapitas, corchos, celofanes, también a veces
ropa interior. Pero sobre todo una gran cantidad de preservativos, algo que no deja de
inquietarlo. Pareciera que el edificio fuese un prostíbulo. Cuando remueve toda la basura
para cargarla en la bolsa de residuos, es raro que no aparezca alguno. Y en las mañanas de
los domingos son tantos, que el patiecito luce como invadido por una plaga de babosas.
Entonces se intriga pensando en que azarosas circunstancias han sido lanzados al vacío.
Varias veces ha tratado de mudarse, pero su jubilación mínima vital y móvil no se lo permite
(¿puede ser vital una jubilación mínima?) De vez en cuando tiene que pasarle algún dinero a
su ex esposa, aunque hace años que no conviven, pero que le sigue rompiendo tremendamente la
existencia. Ella vive en el quinto piso del mismo edificio, y a cualquiera hora lo molesta
con estupideces domésticas: que una canilla le gotea, que se quemó una lamparita, que se
rompió una cañería, que el televisor no funciona. Él generalmente se sulfura, se le sube la
mostaza a la cabeza y le grita: ¡que llame al portero, que él no es un service a domicilio,
que se vaya al diablo! Y ni que hablar de cuando la mujer se queda atascada en el estrecho y
vetusto ascensor cuya capacidad no tolera su imponente masa corporal, y a grito pelado clama
por auxilio. De modo que López debe acudir a socorrerla, empujándola y sudando la gota gorda
para lograr que se acomode al pequeño espacio y pueda cerrar la puerta. Todo eso le trae
complicaciones a la apacible vida de jubilado que pretende.
De los vecinos no conoce a casi nadie. Solo tiene cierta relación con el portero, que suele
contarle los chismes del inquilinato, o le tira alguna cábala para jugar a la quiniela. A
veces acierta algún premio menor, pero insiste, quién sabe si alguna vez la pegue y se
libere de sus cuantiosas deudas, de su ex, y de todos los podridos vecinos del edificio.
A menudo amanece como un pez, sin aire para respirar. Él solo pretende que lo dejen vivir en
paz.
López tiene además otra lista de soledades. Por ejemplo su hija única, Elenita, no lo
visita. No tiene explicación para ese comportamiento. ¿Simple desapego, indolencia,
aborrecimiento? La situación lo entristece y frecuentemente lo hace llorar.
Es sábado a la noche. Se ha quedado hasta tarde mirando televisión, en espera del sueño que
no aterriza. Tiene la maniática obsesión de que su televisor atrasa dos o tres minutos, de
modo que él ve lo que pasa en la pantalla un breve tiempo después que los demás. Finalmente
decide acostarse, como siempre, con su osito peluche Ted por compañía. En el desvelo revisa
su malograda vida. Sabe que su peor defecto es la ansiedad, la urgencia de resolver cosas
que generalmente terminan en desastre. Se reprocha la timidez y abulia, pero también los
arrebatos y torpezas. A veces reacciona como un niño. Elige las noches oscuras para
columpiarse en las plazas donde algunos amantes se besan, juega a las bolitas en su
departamento, colecciona soldaditos de plomo y autitos de juguete, tiene montada una pista
de skalextric en el dormitorio, y usa una gomera para tirarle proyectiles a los pajaritos.
Concretamente, a lo largo de los años, su vida se ha convertido en una herida absurda, algo
fuera de foco, un intrincado laberinto al que no le encuentra la salida. Hay seres
desafortunados, cuya único destino en la vida es perfeccionar el desastre.
Promediando la mañana, López se dirige a un parque. Es un hermoso día de sol para sentarse
junto al lago y contemplar los cisnes, los jardines, las flores. Gasta tiempo hasta la hora
del almuerzo. Luego de disfrutar de una apetitosa comida, vitrinea por los negocios
contemplando objetos que están lejos de su alcance. Entra a un cine. Necesita llenar la
tarde.
Con las primeras horas de la noche, llega a su departamento y se prepara para la ceremonia
que ha estado urdiendo desde hace tiempo. Abre el patiecito, junta toda la basura caída
desde el cielo, le agrega cartones y diarios juntados a propósito, desparrama chorros de
kerosén y le prende fuego con indisimulado regocijo.
Entonces López se aleja parsimoniosamente por la calle, con su osito Ted apretado en una
mano, ignorando las llamaradas que a su espalda calcinan el edificio, mientras acaricia
repetidamente los doscientos pesos en su bolsillo, esos que le abrirán las puertas a los
plácidos laberintos de la desvencijada señorita Doly.