El escritor cierra la puerta de su habitación y enciende la
computadora. Mientras comienza el proceso de puesta a punto, se sirve una copa de coñac,
compañía obligada en desoladas noches de invierno.
En la disquetera, Charly Parker hace milagros con el saxo. “Seguramente Cortázar lo
escuchaba cuando escribía”. Fija la mirada en la pantalla vacía y nada, ni la más remota
idea. Precisa escribir un cuento para un magazín, y su cabeza es un absurdo desierto. Le
duele la escopeta descargada.
Tengo para mí que se levanta y arrastra lo pies camino a la cocina. “Algo se me ocurrirá”,
piensa mientras abre la puerta de la heladera. Mira en el interior automáticamente. No sabe
qué busca, qué clase de intención o deseo lo llevaron ahí. Tal vez ha sido pura costumbre o
desidia. O buscando en ese absurdo lugar la idea que no se le revela. Examina con la vista
los estantes, los cajoncitos plásticos y los recovecos en la contrapuerta, investigando
adentro como quien estudia un jeroglífico. Nada de nada. La heladera luce generosamente
vacía, como su cabeza.
Vuelve resignado a la habitación, totalmente derrotado. Entonces la ve, sentada sobre su
escritorio, apenas cubierta con una seda transparente, en una sensual pose de piernas
cruzadas. No tiene dudas, es ella, la protagonista de la famosa película que se convirtió en
un icono del cine erótico de los ochenta. A pesar de la visible madurez, conserva la misma
sensualidad y belleza de su esplendorosa juventud, cuando era una famosa actriz sex-symbol.
— ¿No me viste llegar?
— No, no, pero ahora te veo, ¿cómo entraste?
— Muy fácil, por la ventana.
— ¿Y entonces?
— Entonces, un comienzo para tu cuento. Escritor frente a la computadora, pantalla en
blanco, ninguna idea. Entonces entra una hermosa y sensual mujer semidesnuda, volando por la
ventana.
— No sirve.
— ¿Cómo no sirve? Mírame, estoy casi desnuda. Tengo un tatuaje en esta nalga. Solamente ahí
ya está el disparador para el cuento.
— Vos no sabés. El realismo mágico murió.
— ¿El qué?
— El realismo mágico. Nadie más vuela, nadie más se aparece así como así y se acomoda
semidesnuda frente al escritor.
Desalentada, ella se baja del escritorio. Trata de reanimarlo.
—¿Te vas a privar del fuego de mi cuerpo durante nueve semanas y media?
—No se puede, te digo que no se puede. Yo no soy Mickey Rourke, nadie lo va a creer. Y un
cuento tiene que ser creíble.
—¿Y si en vez de un cuento contaras una experiencia tuya, una experiencia mística de la vida
real? En la ficción ya no se puede, pero en la realidad sí. La realidad es el último reducto
de la metafísica. Yo puedo ser tu ángel de la guarda.
—Lo real es demasiado cruel. Y además nunca tuve una experiencia metafísica.
— ¡Pero la estás teniendo ahora!
— No es lo mismo. Vos sólo te estás inventando pasar por ángel. ¿Dónde se ha visto un ángel
tatuado?
— Tatuado no, semidesnudo sí. Pero si es necesario renuncio al tatuaje, al desnudo. ¡A todo
renuncio!
— No. Gracias, pero no.
— Okey – le dice resignada – Adiós.
El escritor no tuvo tiempo de avisarle. Y cuando gritó “¡Por la ventana no! ¡Vos no volás
como los ángeles!” la mujer ya se había arrojado al vacío. Volvió perturbado a su
computadora y se quedó recapacitando.
Poco después golpearon la puerta. Era un policía.
— ¿Fue de aquí que cayó una mujer desnuda?
— Depende. ¿Cómo es la mujer?
— Parecida a la que vi en una película erótica.
“Está bien -pensó el escritor- ante la duda bien sirve una intriga policial”, después verá
cómo sigue. Lo importante era comenzar