Me lo contó Ricardo Funes en un bar de la villa cabecera de San
Carlos.
Era un mes de noviembre. Para los lugareños es como que se inicia la verdadera primavera. El
desierto comienza a florecer y esto no pasa inadvertido para aquellas poblaciones en que el
campo está ahí nomás, donde alcanza la vista.
Hacia el oeste, un cerco de médanos separa las tierras verdes de los vastos paisajes
dominados por la arena y los cañadones de arcilla, erosionados por los vientos y los
aluviones del tiempo. Adentrarse por estos dominios es cosa de hombres.
Entre las primeras formaciones del desierto se destaca un cerro, no solo porque es más alto
que sus vecinos, sino porque en la vegetación de sus laderas alberga uno de los secretos más
preciados del lugar. Es el Cerro de los Claveles, como se lo conoce en el pueblo, porque
alberga los claveles del aire más bellos y perfumados que se conozca.
Las fiestas patronales de aquel noviembre encontraron a los pobladores mirando hacia el
oeste, preparándose para ver a los jinetes marchar hacia los claveles. La partida fue en la
madrugada, como manda la tradición.
Todos iban a caballo. En las monturas se trasladaba todo lo necesario para pasar la
travesía: carne para el asado, agua suficiente para enfrentar el desierto, mate, mantas y
vino, mucho vino para compartir. Uno de los jinetes llevaba una guitarra para entretener la
expedición.
La tarea no era fácil. Había que andar un largo trecho por un terreno escarpado. Además las
flores más bellas crecen en las crestas altas.
Cayetano Paredes iba a buscar los claveles para Mercedes, esa morena de trenzas largas que
le quitaba el sueño. Y él dominaba muy bien el secreto: el perfume de un clavel es capaz de
enamorar a una mujer, el de dos cura las almas dolidas y despierta los amores dormidos. Y un
ramo es capaz de encender desenfrenadas pasiones.
Cayetano era consciente que estaba en deuda con Mercedes, quien tenía que perdonarle una
enredada infidelidad descubierta. Entonces se sintió obligado a buscar entre los claveles
más grandes y perfumados. A poco de trepar por una empinada ladera, vio uno enorme en la
punta de un risco. Se separó del grupo y subió.
Los hombres regresaron entrando la tardecita, cuando el sol comenzaba a declinar perdiéndose
en el regazo del otro lado del cerro.
Y Mercedes se quedó esa luna y varias lunas mas esperando el ramo de Cayetano Paredes, y
gritando su nombre al cerro, que solo le respondía con el eco de su propia voz, repicando
una y otra vez.
Fue en ese noviembre florido en la Villa de San Carlos, donde Dios debió elegir el lugar
apropiado para que Cayetano Paredes siguiera buscando los claveles más grandes y perfumados
para Mercedes.