El Caseron de dona Dolores


Armando Macchia

La añosa casona de doña Dolores en el Callejón de la Leche, así apodado por los diversos tambos allí instalados, era el lugar de encuentro de gran parte del vecindario. Parientes, amigos y allegados eran los frecuentes visitantes de la casona. Dolores, de origen andaluz, con una innata sabiduría y enorme generosidad, era la médula que mantenía viva la unidad familiar, y el motivo de aprecio de todos aquellos que por allí pasaban. Cuando llegaba una visita ponderada, era obsequiada con exquisitos manjares que preparaban las muchachas más jóvenes: pastelitos fritos rellenos con dulce, ambrosías, buñuelos, rosquillos, tales sus especialidades. Y en las nochecitas de verano, en aquel otrora tranquilo barrio cercano al centro de la ciudad, cuando los tranvías recorrían las calles con su acompasado traqueteo y la gente podía salir tranquila a las puertas de sus casas, todos lo niños de la cercanía se reunían en el callejón para practicar juegos y travesuras.

El festivo tío Carlos solía acompañarlos en esas inocentes diabluras. Una de las bromas más festejadas, era instalarse dos personas enfrentadas a uno y otro costado de la calle, y con un lazo imaginario hacer el ademán de levantarlo ante la cercanía de un automóvil, lo que provocaba la brusca frenada del conductor engañado, quien cuando lo advertía no escatimaba blasfemias y exclamaciones de reproche. Tampoco faltaban las funciones de circo que un grupo de primos improvisaban, cobrando una módica entrada a los incautos vecinitos, o la máquina de hacer helados que el astuto primo mayor Gabriel hacía funcionar con el denodado esfuerzo de los muchachos, que batían incansablemente por turnos, para luego hacérselos ingerir aceleradamente hasta saltarles las lágrimas. Por supuesto él se quedaba con la abundante sobra. La casona era también el lugar indiscutido de reunión en los almuerzos de los domingos, con la participación no solo de los habitantes de la casa, sino también de otros parientes cercanos. Tallarines y ravioles caseros, locros, asados, paellas, chacinados de los infaltables carneos, eran las frecuentes ingestas, regadas con abundante vino patero del abuelo Gabriel. Tampoco faltaban las verduras y frutos del huerto familiar. Las charlas y jolgorios amenizaban alegremente las reuniones. Hay una anécdota que siempre se recuerda de esos encuentros.

Cierto domingo participó del almuerzo un pariente llegado de Córdoba. Entre risas y chácharas, quizá un poco a propósito por parte de los asistentes, el visitante bebió abundante vino. Al final de la larga tertulia, alguien dio la señal, “bueno, ahora a levantar la mesa”. Imprevistamente y ante la sorpresa de los presentes, el pobre hombre, bastante chispeado, no tuvo mejor idea que levantar violentamente el tablón, lanzando al suelo cuanta vajilla, vasos, botellas y demás utensilios se encontraban allí.

Después del papelón, el atribulado invitado no solo tuvo que reponer de su bolsillo los destrozos, sino que a partir de ese día devino en abstemio.